Bolivia enfrenta una encrucijada en su historia, en la que el entramado de realidades de antaño confluye en una crisis que amenaza su existencia como país unificado. Los diferentes cursos de acción que puede seguir el conflicto. Por Juan C. Sánchez Arnau.
Bolivia resume, en forma extrema, la situación de varios países andinos. Allí se dan en forma simultánea el choque entre dos mundos étnicos, culturales e históricos. Allí se hace patente el enfrentamiento entre la América indígena y la América de la conquista, no la de la inmigración, que rara vez llegó a las alturas de los Andes. La América originaria, dominada y explotada por siglos, desde la mita y la encomienda; catolizada por la fuerza y la perseverancia de una iglesia empeñada en salvar almas inocentes, pero fiel a sus creencias míticas, adecuadamente transformadas en folclórico sincretismo, para poder preservarlas en un medio en general hostil; despreciada por su condición étnica pero orgullosa de ella y, a pesar del tiempo y la dominación, fiel a sí misma. Capaz de sobrevivir en las condiciones climáticas y ambientales más difíciles del globo, pero pagando a diario un duro precio para subsistir.
Enfrente, por encima, dominándola y explotándola, surgió y se mantuvo por siglos la otra América, la de los conquistadores, blancos, orgullosos también, con una visión del mundo que hoy llamaríamos, aunque no sea motivo de orgullo “occidental y cristiana”.
La independencia y las guerras civiles poco cambiaron el escenario. La plata de Potosí fue reemplazada por el estaño de Patiño, pero el trabajo en condiciones próximas a la esclavitud siguió estando de un lado y la renta de otro. Las condiciones de la explotación, la diferencia cultural y de educación hicieron insalvables las distancias. El mestizaje no llegó a crear un puente ni a eliminar las diferencias. Bajo tales condiciones algún día el enfrentamiento debía exteriorizarse.
Bolivia, además, mantuvo una difícil relación con sus vecinos. Perdió tempranamente la posibilidad de unirse con parte de Perú en la Confederación Peruano-Boliviana, tuvo que sacrificar el acceso al mar y buena parte de su territorio en la Guerra del Pacífico, en otra guerra perdió parte de su territorio a manos de Brasil en el Acre y se desangró en la guerra del Chaco para perder otro trozo de territorio a manos de Paraguay. No hay otro país de América del Sur que haya sido descuartizado como lo fue Bolivia.
Internamente conoció “la rosca”, el MNR e innumerables dictaduras militares, decenas de sublevaciones milenaristas y mineras, campesinas e indígenas, los primeros grandes movimientos trotskistas de América y el “foquismo” del Che Guevara. Su vida política se construyó más con las explosiones de la dinamita y el ruido de los cañones que con las voces del parlamento.
Para colmo, la Bolivia moderna conoció otras divisiones. La primera se originó en la tardía colonización del Oriente y el surgimiento de Santa Cruz como un polo de crecimiento económico agrícola, de espaldas a los Andes, alejado y ajeno a La Paz y al mundo andino y minero que tradicionalmente dirigió el país. La segunda, por el descubrimiento del gas, esencialmente en el Departamento de Tarija, que abrió una nueva expectativa de ingresos para el país después del agotamiento de buena parte de sus recursos mineros pero que planteó crudamente el problema de la distribución de la riqueza entre las distintas regiones del país.
En estas condiciones, el surgimiento de Evo Morales, liderando a la Bolivia indígena y accediendo al poder por la vía democrática y después de un período de fuertes conflictos políticos y sociales, planteó la posibilidad de una nueva etapa histórica para su país, en la que se replantearan los grandes enfrentamientos étnicos, sociales, económicos y sociales del pasado. Lamentablemente no supo hacerlo –algunos dirán que no pudo- por la vía del consenso y optó, en el peor estilo latinoamericano, por forzarlo por la vía del referendo y la imposición de las mayorías sobre las minorías y los intereses locales. Obviamente ni los intereses locales ni los extranjeros asociados a aquellos le hicieron la tarea fácil, ni tantos siglos de dominio y sumisión se borran sin conflicto. Para hacer la situación más difícil, el factor ideológico, que no podía estar ausente frente a tamaño desafío, lo incitó a menudo a tomar la vía de la confrontación antes que la del diálogo y la negociación. Y fue demasiado lejos por esa vía. Tanto que generó o justificó una fuerte reacción en todas aquellas regiones del país donde la mayoría no es indígena o donde los intereses locales no coinciden con los del Altiplano y La Paz. En alguna medida contribuyó a ello el discurso, la presión y el apoyo de Chávez y el éxito logrado por otros dirigentes que siguen caminos o tienen discursos no muy diferentes a los de Evo, como Correa en Ecuador, quizás Lugo en Paraguay.
El resultado está a la vista. Hoy Bolivia está al borde de la guerra civil y ante el riesgo del desmembramiento territorial.
Para peor esto se produce en un momento internacional particularmente complejo, inmediatamente después del serio enfrentamiento de la Federación Rusa con Georgia, que ha elevado la temperatura de las relaciones entre aquel país y Estados Unidos a niveles desconocidos desde la época de la guerra fría, dando quizás inicio a lo que se ha dado en llamar “la paz caliente”. Y esto tiene su repercusión en la región, con la Venezuela de Chávez apelando al apoyo militar ruso y facilitando su presencia en la región como medio de enfrentar a Estados Unidos, al que declara enemigo de su proyecto nacional y de su creciente influencia regional. Y respondiendo así al interés ruso por crearle a Estados Unidos un problema equivalente al que le crea a Rusia la presencia norteamericana en el Cáucaso, a través de Georgia. Por ello, Chávez y Evo expulsan a los Embajadores de Washington en sus respectivos países y así internacionalizan sus conflictos internos y, en el caso de Chávez, le dan una nueva dimensión política a la situación en América Sur.
Al día de hoy, para Evo las alternativas para evitar la posibilidad de la confrontación armada y el riesgo de la guerra civil, son dos. La primera es aceptar una negociación interna con los prefectos de las regiones “separatistas” (Santa Cruz, Tarija, Pando y Beni) y replantear el contenido y la forma de aceptación de la nueva constitución, para procurar por esa vía una redefinición de los vínculos políticos y de la distribución de la renta petrolera o gasífera entre las regiones y entre éstas y el poder central. El segundo es buscar la mediación internacional, ya sea de un grupo de países –como propuso Brasil y rechazó Evo- o de un organismo, que difícilmente podría ser la OEA y habrá que ver si puede ser la Unión de Naciones Sudamericanas (el UNASUR) hoy bajo la presidencia pro-témpore de Chile. Camino harto complejo este último, pues implica para Evo el riesgo de darle cabida en la solución de sus problemas internos a actores externos con intereses económicos importantes en Bolivia, como el gas para Brasil y, en menor medida Argentina, o con intereses políticos aún más destacados, como los de Perú y Chile, siempre pendientes de encontrar una solución final al problema del acceso al mar boliviano y de sus reivindicaciones territoriales.
En ambos casos, la sombra de Chávez no deja de proyectarse y de poner a Bolivia ante el riesgo de convertirse en territorio de un conflicto regional mayor, en el que pueden llegar a entrar en juego otros actores que ninguno de sus vecinos querrá ver inmiscuirse en el centro del continente sudamericano.
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